Aunque no nos lo creamos, ¡hace casi 4 años ya!. Sí, una eternidad sin pisar la tierra de nuestros ancestros y, se hace duro, no lo vamos a negar (aunque ya parte de la comunidad tuvo el placer de disfrutar de esas tierras el pasado otoño). Esta escapada nuestra a tierra de Yebalas en Semana Santa, este ritual y tradición hadiquiana, tiene un nosequé. Lo tiene para nosotrxs y sabemos que también para aquellxs que nos habéis acompañado. Hay algo intangible que se diluye ante nuestras narices y no nos permite ver su raíz. Y sin embargo, algo queda claramente reconocible: nos deja con ganas de más. Queremos volver a sentir que la naturaleza nos llena, que las montañas imposibles y los horizontes lejanos nos inspiran y reaniman, que la hora es ahora y que la prisamata, que todxs somos lo mismo por mucho que nos quieran disgregar y dividir, que la riqueza está en las pequeñas cosas, que el desapego material, el desprendimiento y la simplicidad voluntaria no son una utopía, ni un drama, sino una posibilidad que a veces nos encamina a la felicidad. Que queremos volver una y otra vez a ese rincón salvaje y a la vez transformado -porque así somos los humanos-, para volver a sentir y percibir todas esas verdades y asentarlas una vez más. Para mirarnos al espejo y atravesar el reflejo del tiempo, revernos y remirarnos, deslumbrarnos con la naturaleza compartida a un lado y otro del mare nostrum y comprobar que son los mismos ojos, las mismas miradas, las mismas risas, las ganas y la misma sangre compartida. ¡¡Ayyy!! ¡¡Cuanto nos habéis enseñado, hermanxs del otro lado!! Y todo ello, nos empuja a repetir cada año sin atisbo de dudas, porque ha dejado de ser un viaje más, para convertirse en una experiencia vital. Una especie de retiro rural anual para absorber, sentir, reconocer, y volver a empezar.
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